Me recuerdo hincada en la entrada principal de mi casa en Veracruz. Mi madre reza en lenguas distintas a la suya y nos cubre con una manta. En su pánico nos ve desnudos. Las casas se agitan frente a mí con el movimiento pendular del que saldremos vivos. Me recuerdo también corriendo por las escaleras de un edificio en La Condesa, es mediodía quizá. Los departamentos de enfrente sueltan ladrillos como dientes que se hacen polvo en el piso. Pocos en el cruce de la calle. Todo pasa. Ninguna réplica.
Después de cada temblor o en cada aniversario del terremoto de 1985 que destruyó gran parte de la Ciudad de México, mi abuela narraba la desgracia de nuestra casa semiderruida: una grieta enorme que se abrió en el ala derecha y por la que hubo que acampar varias semanas en casa de los tíos. Allí, la sala se convirtió en un amplio dormitorio donde la familia acarreó lo necesario: cajas de cartón repletas de comida, sábanas, colchones, guitarras para cantar en la noche y, por supuesto, barajas de póker. En cada temblor, mi abuela hablaba de las figuritas de cristal y la vajilla de porcelana que se estrelló en la pared, de la desgracia de un sismo de 8.1 grados en la escala Richter. Sin embargo, su tono siempre era de fuerza absoluta.
Viví con distancia un terremoto que marcó a mi generación. Apenas tenía un par de años y recuerdo poco. Sin embargo, las historias definieron nuestra fibra sensible y la capacidad de organizarnos.
Cuando el terremoto del 19 de septiembre de 2017, pasé innumerables horas intentando hallar a mi amiga Ángel del Pilar, con quien viví en aquel edifico de la colonia Condesa. Las noticias en twitter registraban muchos edificios derrumbados y un primer momento de caos. Luego vendría la noche de los puños levantados.
Miré al mapa virtual de los derrumbes.
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Apenas tres días después de las charlas con mi amiga donde me habla de su pánico a morir y sus cortas caminatas para confrontar la destrucción, logré tomar una siesta por la tarde. En el sueño, nos encontramos atrapadas en un largo pasillo de escuela en espera de alguna señal para el momento de avanzar. Camino hacia el extremo opuesto para alejarme del ruido, y entonces la oscuridad viene. Detrás de los muros saltan animales salvajes: perros muy delgados y filosos; gatos pequeños y diestros de los que nos defendemos ferozmente con sillas rotas.
Pronto cae la noche y debo ir a mi departamento en la Condesa: ese lugar que fue mi refugio desde 2008 hasta que abandoné el país, donde hubo cuentos y café cada mañana. Encuentro cascajos, incluso veo el cubo de la escalera sin fondo. Hay que saltar entre los escombros como obstáculos de juego y recoger pequeñas cosas que ella tiene preparadas para mí. En el sueño, me duele esa parte del cuerpo que se conecta con la distancia. Vivir en la lejanía. Sobreponerse a todas las desgracias desde un extremo físico.
A tres días de la noche de los puños en alto, de las mujeres que se convirtieron en vallas humanas para proteger los cuerpos de las costureras atrapadas en los escombros, vino el dolor en el cuerpo, quizá era el hígado reteniendo el espanto o el enojo de saberme lejos. A veces soy quien reza en otras lenguas por inercia. A veces también soy mi madre y nos miro desnudos en medio de la calle mientras caen los edificios.
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